viernes, 6 de febrero de 2009

El último suspiro por Marianela

R.-
A Abelardo la gente de su pueblo le decía cariñosamente Abel. Era de gran estatura y de buena presencia. Tenía ojos verdes y una mirada profunda y cariñosa.
A Abel siempre le gustó el comercio y a los veinte años abandonó sus estudios, se alquiló un pequeño local y se puso una tienda de alimentación. Su amabilidad y simpatía con la gente, sumado a su deseo de superación, le aseguraron un éxito casi instantáneo. Al poco tiempo amplió su tienda y poco a poco se convirtió en el comerciante más importante de la ciudad.
Una mañana cuando Abel desayunaba en uno de los bares cercano a su negocio divisó a lo lejos la silueta de una hermosa mujer. Su embeleso llamó la atención de doña Manuela quien en ese instante le servía una taza de café.

- Se llama Marianela y es hija de don Arnaldo, le dijo ella.
- Sí, me acuerdo de ella, pronunció Abel, quien no dejó de mirarla hasta que ella se perdió en una de las calles estrechas y llena de gente.

Abel se acordaba claramente de Marianela. Había sido compañera de colegio y uno de los momentos que nunca olvidaría fue cuando ella rehusó a baila con él en una de las fiestas de la secundaria. Abel siempre fue tímido con las mujeres y a aquel desplante fue doloroso, cruel e imborrable.
Sin embargo, el éxito del negocio le había dado confianza y seguridad a Abel. Días después le averiguó a doña Manuela del lugar donde Marianela trabajaba y apenas lo supo fue a visitarla. Dedujo la hora de la comida y cuando ella salía de su trabajó la abordó. Se bajó del coche y disimuló su asombro por el casual encuentro. La invitó a comer y ella aceptó.
El amor se no hizo esperar. Al año y medio Abel y Marianela se casaron y se convirtieron en el matrimonio más respetado del pueblo.
Los negocios le iban fenomenalmente a Abel y Marianela se dedicó a tiempo por completo a su primera hija.
Sin embargo, semanas después de que Abel había cumplido los 34 años, unos supuestos rumores punzaron amargamente su pecho. Doña Manuela, una mujer cincuentona que se había dedicado toda su vida a un pequeño negocio de comida, le comentó que la gente andaba cuchicheando que su esposa le era infiel.
Abel no lo creyó, pero en los días posteriores los murmullos y chismes de la gente empezaron a generarle dudas.Fueron quince días de incertidumbre, malhumor y desasosiego. Un viernes como muchos otros Abel planeó su habitual con el fin de cerrar los negocios para abastecer la tienda. Salió como siempre a las tres de la madrugada del sábado. Cuando el chofer había arrancado el coche, Abel le pidió que condujera quince minutos…..(Continuará)

martes, 27 de enero de 2009

El último pacto con el Diablo

Está es la primera parte de una historia impactante.

En el corazón de la finca de mis padres había tres enormes socarrones a los que la historia y las costumbres de los habitantes de la comarca les denominaron Los Huecarrones. Eran tres descomunales huecos de unos cien metros cuadrados y de unos diez metros de profundidad cada uno. Estaban comunicados entre sí por imponentes cuevas formadas por un riachuelo subterráneo que cobraba vida durantes las torrenciales lluvias de invierno. Las entrañas de cada uno de Los Huecarrones estaban ocupadas por cientos de árboles que sobresalían a la superficie como queriéndose escapar de aquella cárcel y pugnaban por llegar al cielo. Estaban invadidos por matorrales, descomunales rocas y un misterio que nunca había sido desvelado.
Una mañana cuando mi madre había terminado las tareas de la casa, me tomó de la mano y me dijo que teníamos que ir cerca a Los Huecarrones. Me explicó que debíamos coger unos aguacates para hacer ensaladas para la merienda. Yo tenía ocho años y había escuchado de Los Huecarrones, esa palabra que había sembrado en mí una enorme curiosidad e incertidumbre debido a las murmuraciones que los amigos y trabajadores de mi padre hacían durante las horas de reposo, después del almuerzo. Cuando mi madre me tomó de la mano yo no podía negarme, puesto que como hombre mi padre me había enseñado que tenía la obligación de acompañarla para protegerla de algún imprevisto y este era uno de esos imprevistos.
Era abril. El cielo estaba adornado por nubes negras que amenazaban con descargar con furia toda el agua que llevaban encima. Empezamos a caminar con dirección a Los Huecarrones. Mi madre se arremangó el vestido hasta por encima de la rodilla para no enlodárselo. A los ocho años yo ya era un experto en caminar por los lodazales de la finca. Mi miedo, mezclado con la ansiedad de conocer los misteriosos Huecarrones me provocaban una distracción que me impedían escuchar lo que mi madre murmuraba.
Para ir a Los Huecarrones teníamos que caminar un largo trayecto por el camino veraniego y luego introducirnos por unos cacaotales. Era lo que mi madre me había explicado y lo que hicimos durante los treinta minutos siguientes. El día estaba nublado y al caminar por debajo las matas de cacao, guayabos, mandarinos, cafés; daba la sensación que estaba anocheciendo. El ruido que generaban las hojas secas cuando las pisábamos impedía escuchar lo que mi madre decía por lo que teníamos que parar para escucharnos. En una de esas ocasiones le pregunté de la distancia que restaba para llegar. Ella levantó la mano derecha y me señaló el lugar. Estábamos a unos cien metros de la zona tenebrosa.
Aquellas nubes que minutos antes ennegrecían el cielo empezaban a cumplir con sus ataques invernales. Unas gotas más grandes que una pepa de cacao caían sobre mi cabeza y empezaban a generar un sonido estruendoso al morir sobre las millones hojas de los árboles. Las lluvias en aquella comarca eran atronadoras. Generaban entre los lugareños sustos y ganas de refugiarse en casa. Aquellos diluvios silenciaban momentáneamente a las aves que sobrevolaban el paraje. Los gallinazos, diostedé, guacharacas, loras, guacamayos; desaparecían como por arte de magia. No así los monos que desde las lejanas montañas, lanzaban atronadores aullidos como suplicando a Dios que detuviera la tormenta. Los ríos, quebradas y riachuelos, empezaban a cobrar vida propia y a arrasar con todo lo que se ponía a su paso.
Mi madre cortó varias hojas de plátanos que nos sirvieron de sombrillas. Ella miró hacía arriba y nos refugiamos bajo dos frondosos árboles de guayabo. Me dijo que allí no había peligro y que aquellos árboles no atraían tanto a los rayos como los demás. Yo eché un vistazo al cielo y lo único que visualicé fue una cubierta impenetrable de hojas, ramas, troncos, frutos; por donde se filtraba el agua que caía con furia desde las alturas.
Así estuvimos casi una hora. Yo creía que la tormenta jamás cesaría. Pero de un momento a otro, se detuvo. De pronto el sol salió y sus rayos penetraban entre los pocos espacios que quedaban entre las hojas, las ramas y los frutos de los árboles. De los sonidos quedaban la algazara de los esteros, quebradas y riachuelos que bajaban de las montañas que rodeaban el paraje. Los monos se callaron y eventualmente lanzaban ronquidos de tranquilidad como festejando el fin de la lluvia.
Mi madre y yo arrojamos las hojas de plátanos que nos sirvieron de sombrillas y nos dirigimos a los palos de aguacates que estaban al lado de Los Huecarrones. Según nos acercábamos percibíamos con más fuerza un ensordecedor sonido proveniente de las profundidades del aquel misterioso lugar. Desde ese instante no solté la mano a mi madre. Ni ella tampoco me soltó. Me invadió el miedo y cuando miré el primer enorme agujero me asaltaron sentimientos de recelo, perturbación y desconfianza. Mi madre divisó en mi rostro el terror y me consoló con su sonrisa tranquilizadora y con su maternal silencio.
Luego de recobrar relativamente la tranquilidad empecé a preguntarle sobre los orígenes de aquellos socavones y de las historias que había escuchado durante las conversaciones de los amigos de mi padre. Exploré minuciosamente con las miradas cada uno de los rincones del primer hueco. Escudriñé desde la superficie con mis miradas llenas de asombro y curiosidad milímetro a milímetro cada roca, cada árbol de las tripas del enorme hueco; pero lo que más me impresionó fue la cueva que servía como puerta de escape al riachuelo que circulada por el fondo de aquel lugar. El turbulento riachuelo salía precipitosamente desde cueva extrema, cruzaba la cuenca del primer huecarrón llevando consigo innumerables despojos traídos desde los entresijos de las montañas que quedaban a varios kilómetros y que desde allá traía todo bajo las entrañas de la tierra. La voz de mi madre me sacó del estupor. Y más aun cuando empezó a contarme la leyenda de Los Huecarrones. Mientras ella caminaba, contaba. Y yo, mientras más escuchaba, más me impresionaban los detalles.
- “Fue hace 50 años, hijo. Cuentan que en esta comarca vivía un hombre llamado Silvino Vargas. Según las descripciones, era un señor de un metro sesenta de estatura y un poco regordete. Quienes lo conocieron relatan que era jornalero y que tenía seis hijos. Tres mujeres y tres varones. El mayor tenía doce años y la más pequeña dos”….
Con su suave y cariñosa voz, mi madre seguía contando la historia de aquel individuo que hace cincuenta años se convirtió en una leyenda para los lugareños de toda aquella comarca y de todos los rincones a donde mi padre había llegado.
- Silvino era un hombre que siempre se quejaba de su situación y constantemente bromeaba que quería pactar con el Diablo y así salir de la pobreza….”, contaba mi madre.
Diablo era una palabra que aterrorizaba en toda la campiña. Cuando mi madre la pronunció un frío aterrador recorrió todo mi cuerpo y miré con dirección al primer hueco en el que nos habíamos detenido. No podía evitar oír los sonidos aterradores que brotan de las entrañas del primer gran huecarrón y a veces, incluso, me imaginaba que aquel sonido tenía algún significado.
Cogíamos los aguacates a unos cincuenta metros del primer gran agujero. Mientras mi madre elegía más de aquella fruta y se esforzaba por alcanzar las que estaban más altas, yo me encargaba de recoger las del suelo y llenarlas en un costal. En una de esas, le pregunté por los dos restantes Huecarrones. Ella dejó de intentar tumbar uno de los frutos, apoyó sobre el suelo mojado una larga y delgada caña que utilizaba para alcanzarlos y me señaló un lugar donde se imponía una pequeña selva de unos cien metros cuadrados. Y a otros cincuenta metros, otra pequeña selva. Eran los tres Huecarrones. Las tres ventanas que, según había escuchado a los vecinos de la aldea, eran la puerta de entrada a la morada de infierno. Aquel desconocido territorio en el que hacía muchos años habían pactado algunos mortificados por la pobreza y que de la noche a la mañana aparecieron con sendas haciendas, ganados y dinero, pero que al final perdieron su alma y la de toda la familia.
Las horas pasaron rápidamente. Y a pesar de que mi madre nunca llevaba reloj le bastaba con mirar al cielo y sabía con exactitud que ya era hora de regresar a casa. Cogió el medio saco de aguacates y se lo colgó en el hombro. A pesar del miedo, intenté que mi madre me enseñara de cerca los dos restantes socavones, pero fue imposible.
- “No hijo, ya es tarde. Otro día vendremos”. (Continuará)

jueves, 21 de agosto de 2008

Amar en tiempo de crisis

La cosa está jodida. España ya no es lo que era antes y el futuro se muestra bastante desesperanzador. No es que sea pesimista, pero muchos de los que hemos venido de tan lejos, ya empezamos a plantearnos nuevos desafíos.
Personalmente, creo que uno de esos desafíos es volver. ¡Sí, volver!...Por qué no?...
Recuerdo que cuando preparaba las maletas hace ocho años para venir a España, mis intenciones eran venir, trabajar, hacer dinero y volver en dos años...Y ya han pasado 2920 días y sigo creyendo que Ecuador me espera...Pero, cada inmigrante es un mundo....
Recuerdo que hace dos años un compatriota decía con mucho orgullo: " ¡Yo a ese país, ni loco pana!....Y la semana pasada lo ví de nuevo. Fue casi coincidencial el encuentro. Estaba en un bar que los ecuatorianos solemos frecuentar en Cuatro Camino. Luego de saludarnos y expresarnos nuestras sorpresas de la coidcidencia, me dijo que quería regresar...
Ya no se qué hacer. Hace dos días se me terminó el paro y, la verdad es que no tengo esperanzas de encontrar empleo. Mi mujer está cansada, mis hijos tienes problemas en el cole y, la verdad, es que me estoy planteando el retorno....Todo hace suponer que ya no justifica estar tan lejos de tu tierra para luchar por nada....
Allá, al menos, está el resto de la familia y se lucha junto a ella. Pero acá, ya no es igual....